06-06-2016
El turismo y el despojo histórico de la tierra en El Salvador
Giorgio Trucchi | Alba SudLos herederos de las familias indígenas despojadas de sus tierras en 1882 para facilitar la hacienda cafetalera enfrentan ahora un nuevo ciclo de desposesión vinculado al modelo extractivista y la expansión turística.
Crédito Fotografía: Mural en Ataco, El Salvador. Fotografía de Garrett Ziegler (CC)
En las últimas décadas del siglo XIX, El Salvador experimentó en su territorio el período de mayor expansión del monocultivo del café. Eso trajo consigo una incontrolada reestructuración de la tenencia de la tierra y la consecuente expulsión de las poblaciones indígenas y campesinas hacia el norte y la costa sur del país. Casi ciento cincuenta años después la historia se repite, y los descendientes de los desplazados de aquel entonces son “sacrificados” en el altar del desarrollo turístico.
La hacienda cafetalera: una historia de desposesión
Desde la independencia de El Salvador en 1821, las tierras rústicas eran de propiedad privada, pero también había grandes extensiones de tierra ejidales y municipales que eran trabajadas y explotadas de manera extensiva por familias indígenas y campesinas, mediante un canon que pagaban a las municipalidades.
En la década de 1870, desde la presidencia de la República se impulsó con fuerza el cultivo del café, que trajo como consecuencia una reestructuración acelerada de la tenencia de la tierra. En 1881 se extinguieron por decreto las tierras comunales y ejidales consideradas aptas para el cultivo del café. Esa medida unilateral despojó a los indígenas de la inmensa mayoría de sus tierras [1].
Fotografía de elsalvador.com
Las tierras fueron entregadas a la oligarquía terrateniente salvadoreña para que constituyera la hacienda cafetalera, a partir del criterio esta que tenía los recursos económicos para hacerlo y que por lo cual podía asegurar tanto la eficiencia en el cultivo del café como la rentabilidad financiera de la inversión. Para los sectores dominantes, los indígenas no cumplían con ese mismo requisito [2].
Aprovechando que cualquiera podía reclamar libremente “la tierra común”, los terratenientes buscaron de inmediato extender sus propiedades. Miles de indígenas tuvieron que vender las pequeñas extensiones que les quedaban en propiedad, y muchos de ellos se convirtieron en mano de obra barata.
“Instrumento para proporcionar tierras a los cafetaleros, la abolición de tierras comunales también proporcionó la abundante mano de obra que se requería para efectuar las labores de las plantaciones y trabajar en las cosechas. Al decreto de expropiación de las tierras comunales siguió la emisión de una ley sobre jornaleros y creación de jueces agrícolas, cuyo objetivo era reclutar y controlar a la población desposeída. La concepción que inspiró esta ley equiparaba tierra y habitantes, fundiéndolos en un género único: recursos naturales productivos”, explica Sara Gordon en su libro Crisis política y guerra en El Salvador (México DF: Siglo XXI, 1989).
Las tierras fueron garantizadas y legalizadas a favor de los nuevos propietarios con la creación del Registro de la Propiedad Raíz e Hipotecas. Fue el inicio de la pauperización de las comunidades indígenas, las cuales fueron lanzadas hacia la costa en el sur y hacia la zona norte del país.
Reforma agraria del despojo
La “reforma agraria liberal” que se produjo entre 1881 y 1882 fue la que provocó el despojó de sus tierras a las comunidades indígenas, prácticamente sin retribución alguna. Y sin duda ahí estuvo el germen del levantamiento indígena-campesino de 1932, que terminó con la masacre de entre 17 y 30 mil personas [3], y de la guerra civil de la década de 1980 que dejó un saldo de unos 70 mil muertos y miles de desaparecidos.
Fotografía de El Equipo Maíz.
En marzo de 1980, la nueva Junta de Gobierno, surgida de un acuerdo entre el Partido Demócrata Cristiano y las Fuerzas Armadas, impulsó una Reforma Agraria que tenía como objetivo declarado beneficiar a los campesinos sin tierra, y como objetivo oculto ocupar militarmente el país y controlar a la población campesina, que estaba bajo sospecha de apoyar a los grupos insurgentes.
La reforma constaba de tres fases. En la primera fase se expropiarían los latifundios mayores de 500 hectáreas (unas 218.000 hectáreas equivalentes al 15% de la tierra agrícola del país) y se entregarían a cooperativas campesinas (cooperativas de la reforma agraria); en la segunda fase se intervendrían propiedades con extensiones comprendidas entre 100 y 500 hectáreas y que incluían las grades fincas cafetaleras y en la tercera se entregarían a campesinos medios, arrendatarios y colonos las tierras cedidas por los patronos.
“Hay demasiados elementos que no cuadran en esta reforma agraria. Vale la pena citar dos. El primero, que sea un gobierno de extrema derecha, vinculado a la oligarquía terrateniente, quien esté interesado en socializar la propiedad del suelo. El segundo, que haya sido el gobierno estadounidense el defensor de la reforma, hasta el punto de imponerla como condición para reanudar la ayuda militar, interrumpida en 1977”, escribía el entonces corresponsal de El País en Centroamérica, Jesús Ceberio, comentando el decreto que daba vida a la reforma agraria salvadoreña [4].
Continuando en su análisis, Ceberio señalaba que los sectores populares de oposición explican así estas paradojas: “La reforma agraria es sólo una excusa para ocupar militarmente todo el país y controlar más de cerca a la población campesina, de la que el gobierno sospecha que se nutre principalmente el movimiento popular de liberación”.
En marzo de 1980 las fincas agrícolas con una superficie superior a las 500 hectáreas fueron ocupadas militarmente por las Fuerzas Armadas, y en las cooperativas se crearon comités de defensa civil integrados por paramilitares. El resultado fue el incremento exponencial de las masacres de familias campesinas. La segunda fase de la reforma nunca se llevó a cabo y los grandes cafetales nunca fueron intervenidos.
A los beneficiarios de la tercera fase les faltó asistencia técnica, créditos adecuados y oportunos, ni hubo el necesario acompañamiento organizativo y acceso a mercados. En muchos casos, la escrituración de estas tierras y su inscripción en el Registro de la Propiedad e Hipotecas a favor de sus legítimos propietarios fue posible solamente a partir del año 2009, y con mayor énfasis de 2014 a la fecha.
El segundo golpe a la Reforma Agraria
El proceso de reforma agraria sufrió otro tropiezo cuando el partido de derecha ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) obtuvo la mayoría parlamentaria en los comicios de 1982. El siguiente año la Asamblea Constituyente aprobó una nueva Constitución donde se ampliaba a 245 hectáreas el límite de propiedad que pueden tener los terratenientes. Los excedentes de esas 245 hectáreas -dice el artículo 105 de la Constitución- debían ser expropiados y transferidos en los primeros tres años de vigencia de la Carta Magna. Esa disposición nunca se cumplió.
En 1991, la Asamblea Legislativa aprobó el Decreto 747 “Ley del Régimen Especial del Dominio de la Tierra Comprendida en la Reforma Agraria”, con el cual el gobierno neoliberal de ARENA profundizó aún más el ataque contra las cooperativas de la reforma agraria, promoviendo la parcelación de las tierras que fueron entregadas a las cooperativas durante la primera fase de la reforma.
“El artículo uno de dicha ley estableció que su objeto era propiciar la consolidación de la Reforma Agraria, lo cual ha resultado totalmente contradictorio en la realidad. Más bien debió haberse llamado ‘Ley de condenación, pulverización, y desintegración de los beneficiarios de la Reforma Agraria’, pues
los condena a la desintegración, a la desaparición de las Asociaciones Cooperativas que resultaron beneficiadas en la fase uno de la Reforma Agraria”, explica el trabajo de graduación de la Universidad de El Salvador “Efectos jurídicos de la aplicación de los decretos legislativos 747 y 719 en tres asociaciones cooperativas de la reforma agraria” [5].
El Decreto 747 fue posteriormente derogado por el Decreto 719 de 1996 “Ley del Régimen Especial de la Tierra en Propiedad de las Asociaciones Cooperativas, Comunales y Comunitarias Campesinas y Beneficiarios de la Reforma Agraria”, que, con el beneplácito del Banco Mundial, vino a tratar de parcelar el resto de asociaciones cooperativas que aún no habían sido parceladas con el decreto anterior.
Hasta noviembre de 2005, con los decretos 747 y 719 se habían parcelado casi 79.000 manzanas (56.000 hectáreas) en 379 propiedades y se asignaron a 73.837 beneficiarios individuales, es decir, 1,06 manzanas (0,75 hectárea) por persona [6].
Contrarreforma agraria y modelo extractivista
A partir de entonces, las tierras agrícolas nuevamente se convirtieron en mercancías al alcance de quien mejor las pudiera pagar. Dejaron de ser tierras productivas para convertirse en bienes para la especulación.
Poco a poco, las tierras de la reforma agraria fueron entregadas a la banca privada en pago de la deuda agraria y bancaria; vendidas para industria y comercio; y parceladas y lotificadas para vivienda o turismo. De esta manera, se dio inicio a un nuevo despojo legalizado de las tierras de campesinos y cooperativas agropecuarias.
“La parcelación tenía como objetivo la individualización de la propiedad y del uso agrícola de las tierras de las cooperativas, lo cual condujo a la destrucción de las unidades productivas y la venta individual de parcelas, debido a la falta de apoyos financieros y técnicos que le dieran rentabilidad a sus cultivos. Hasta el 2007, los decretos de condonación habían provocado que muchas cooperativas devolvieran al Instituto Salvadoreño de Transformación Agropecuaria (ISTA) 120 propiedades en concepto de pago de deuda agraria y bancaria”, explicaba en 2009 la Confederación de Federaciones de la Reforma Agraria Salvadoreña (CONFRAS) [7].
A partir del año 2000, esta nueva fase de acaparamiento territorial coincidió con la implementación acelerada del modelo extractivista, promovido por el gran capital transnacional en alianza con las oligarquías nacionales, en el marco de la firma del Tratado de Libre Comercio Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (CAFTA-DR). Todo el continente latinoamericano sufrió la embestida de los megaproyectos hidroeléctricos, mineros, turísticos.
El Salvador no fue la excepción. El norte y la costa siguen siendo las zonas más afectadas. Las y los herederos de aquellas comunidades indígenas que en 1882 fueron despojados para dar paso a la hacienda cafetalera, son hoy las víctimas de un modelo que los despoja nuevamente, mal comprándoles sus tierras a sabiendas que no van a poder adquirir otras. De nuevo se profundiza la pauperización en la zona rural.
Turismo y acumulación por desposesión
Al mejor estilo de los restaurantes en las montañas de Europa, los cascos de las haciendas cafetaleras se han convertido ahora en ambientes turísticos. Sus alrededores, declarados “municipios vivos”, son corredores permanentes de visitantes.
Los indígenas, cuyas familias fueron propietarias por décadas de pequeños inmuebles en las zonas urbanas, ahora ven amenazada la tenencia de sus propiedades, ya que se vuelve a considerarlos “no merecedores” de tener ubicadas sus viviendas en zonas que se han convertido de alto valor comercial. Igual que hace 150 años, estas propiedades deben pertenecer a quienes tengan los recursos económicos y la “inteligencia” para echar a andar el negocio.
Ya son varios los casos donde familias indígenas están sufriendo desalojos judiciales de muy dudosa justificación.
“No puede llamarse desarrollo algo que no es incluyente, ni es respetuoso de los pueblos originarios que son los legítimos poseedores de estos inmuebles”, dijo a Alba Sud una experta investigadora en temas de propiedad y tenencia de la tierra, quien pidió mantener el anonimato.
La Ruta de “Las Flores”
La ciudad de Ataco, en el departamento de Ahuachapán, se ha convertido en los últimos años en uno de los lugares turísticos más importantes de la zona occidental de El Salvador. Es parte de la que se conoce como Ruta de Las Flores, que reúne a varios municipios situados en la cordillera volcánica y cafetalera de occidente, cuyos cascos urbanos han sido reconvertidos y alojan a restaurantes y hoteles al mejor estilo de chalet suizos.
Fotografía de rocatama.net.
Especialmente el parque central de Ataco se ha convertido, durante los fines de semana, en un lugar gourmet, donde se realizan festivales gastronómicos que atraen tanto al turismo nacional como al internacional. Esta situación ha generado un fuerte interés hacia los inmuebles que se asoman en el parque, varios de los cuales pertenecen desde hace más de un siglo a familias indígenas, que ahora se ven amenazadas por el avance del “desarrollo turístico”.
Es lo que le pasó a la familia de la señora Juana Arriola, cuya casa está ubicada frente al parque central de Ataco y cuyo título de propiedad remonta al año 1907 (Sistema Integral Registro y Catastro matrícula 15060290-00000).
“De repente a la señora le notificaron que estaba usurpando el terreno donde surge su casita, y que si no presentaba los documentos necesarios iba a ser desalojada”, recuerda la investigadora
“Pese a presentar toda la documentación solicitada, el juicio estuvo plagado de vicios e irregularidades y la señora Arriola y su familia fueron desalojadas. Pero lo que más nos sorprendió fue que las personas favorecidas por el fallo pertenecen a una de las antiguas familias cafetaleras salvadoreñas”, agregó.
Diputados de la Asamblea Legislativa de El Salvador y grupos comunitarios de Ahuachapán se han movilizado y están dando seguimiento al caso, que por cierto es solamente uno de los tantos que se han producido.
“La historia se repite. El avance del modelo extractivista sigue promoviendo el saqueo de los bienes comunes y enriquece a los de siempre, y a los herederos de aquellas familias indígenas que fueron desalojadas por la oligarquía cafetalera se les aplica ahora la misma receta, sacrificándolos en aras del ‘desarrollo’”, concluyó la investigadora.
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