28-05-2013
De la derrota del yo egoísta a la esperanza colectivista
Raül Valls | Alba Sud / CSTEl neoliberalismo ha ensalzado un modelo humano que entroniza un yo expansivo y excluyente, un discurso de desprecio a todo lo colectivo. Es urgente invertir la situación e insistir en que no hay un yo posible ni deseable, sin un nosotros.
Crédito Fotografía: Asamblea popular en Córdoba. Fotografía de Javi S&M (bajo licencia creative commons)
Es curiosa la habilidad de las clases dominantes y los poderes financieros que las sostienen para desviar cualquier responsabilidad sobre las consecuencias de su sistema social y económico. Esto se ve muy claro con la "corrupción". Poniendo el "carro delante de los caballos" nos quieren hacer creer que ésta es la causante de los males de nuestro sistema político y de la destrucción del sistema democrático. Les encantan los discursos atávicos. Sobre todo aquellos que hacen referencia a la secular "picaresca ibérica". Demasiado parecido todo a la legendaria "ingobernabilidad hispánica", mito franquista que serviría para justificar la guerra civil y después la perpetuación del régimen autoritario. Diluyen las culpas en la mayoría, cuando no acusan directamente a los de abajo de ser la fuente de todos los males. Las capas populares son para ellos un montón de inmaduros con poca capacidad para dirigir sus vidas. Entonces se justifica el gobierno por decreto y las medidas autoritarias con el uso de una serie de constructos de tipo irracional. Parece como si la corrupción no tuviera nada que ver con una ética, la del capitalismo, que ensalza el individuo egoísta y acumulador de capital, con un modelo que identifica triunfo social y personal con éxito económico. No admiten que bajo el Dios del enriquecimiento a cualquier precio, como diría Dostoyevski, aparece el "todo está permitido" para aumentar los beneficios. Es bastante claro que, vista así, la corrupción se convierte en un simple "aprovechamiento de las posibilidades de negocio", en un entorno propicio en el que todo vale para aumentar los ingresos.
El neoliberalismo ha ensalzado un modelo humano que entroniza un yo expansivo y excluyente, que hace carne la sentencia del Sartre más existencialista, "los otros son el infierno". El discurso permanente de desprecio a todo lo que es colectivo alimenta la simplificación anti-política que cada día escuchamos desde los altavoces de las clases dominantes. Durante los últimos treinta años se han esforzado por construir un discurso hegemónico que desacredite la acción social colectiva. Los errores del movimiento sindical y su posición de acomodación a un modelo perverso no quitan que durante años hayan sufrido campañas de desprestigio con el objetivo de hacerlos aparecer como una madriguera de inútiles y parásitos del sistema. Sistemáticamente se ha puesto en cuestión su papel de representación y se ha conminado interesadamente a los trabajadores a actuar cada uno por su cuenta. Las clases acomodadas no hablan manifiestamente de "insolidaridad", pero esparcen de mil maneras sutiles la desconfianza hacia el prójimo y hacia la acción colectiva en general.
Esta forma de vivir egoísta e individualista se materializó a partir de los años 80 con el éxito abrumador del deseo de una vida en el "disperso urbanístico". Las urbanizaciones se llenaron de habitantes que huían de viviendas verticales y de la ciudad densa (por otro lado un gran invento del Mediterráneo), donde de golpe se descubría la "masificación" y una vida supuestamente de poca calidad. Las verbenas en la azotea tan típicas de la sociabilidad vecinal de los años 50 fueron poco a poco sustituidas por la barbacoa unifamiliar en el "terreno", rodeados de pinos y bancales progresivamente abandonadas por los agricultores. El coche, icono de este yo egoísta, reafirma la ficticia libertad de movimientos sin límites y, entre atascos y contaminación, ayuda a esparcir un modelo territorial que engulle cultivos y rompe conectividades ecológicas. Las calles, antes de los ciudadanos, se convierten en el imperio del coche. Las ciudades toman una fisonomía nueva y muchas veces hostil para la gente que vive. Este nuevo habitante del "disperso urbanístico", que hace bandera de su aislamiento del resto de la sociedad, es producto de una ideología, el neoliberalismo que ve en la rotura de los lazos sociales un factor ventajoso para la acumulación de capital. La especulación urbanística es así la cara mercantil de un modelo de vida socialmente insolidario y ambientalmente insostenible. La primera ha llevado a la segunda hacia una especie de espiral perversa donde cada bucle es cada vez peor. La compra de voluntades y el pago de favores desembarcaron en un terreno abonado. No les supuso mucho esfuerzo. En la supuesta fiesta se había invitado a todos, y bajo la consigna del paladín de la introducción del neoliberalismo en China, Deng Xiao Ping, "enriquecerse es honorable", se instaló la impunidad moral que finalmente ha sido convertido tan corrosiva .
Recuperar los valores y las virtudes de la vida colectiva es uno de los retos de un bloque social alternativo. Ciertamente es imposible que las actitudes oportunistas e insolidarias desaparezcan totalmente de la sociedad, pero si el bien común, la sociabilidad, la vida sencilla y austera, como valores hegemónicos por encima del afán insaciable de lucro y el individualismo egoísta las cosas pueden ser muy diferentes. Un ejemplo son los valores de trabajo colectivo que se desarrollan en los movimientos sociales donde las relaciones horizontales, la cooperación y el esfuerzo desinteresado se vuelven posibles y cotidianos. Necesitamos promover y divulgar los ejemplos de éxito de estos nuevos sujetos sociales, así como las cooperativas y de otros modelos basados en la igualdad y la colaboración. Nos enfrentamos al peso de los valores inculcados los últimos decenios por los think tanks neoliberales. "Mira por ti", han repetido hasta la saciedad. Hoy toca invertir la situación e insistir en que "no hay un yo posible ni deseable, sin un nosotros".
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