28-01-2021
Turismo social: una alternativa en disputa
Érica Schenkel & Ernest Cañada | Alba SudEn la actualidad el turismo social se debate entre la reivindicación de una visión equitativa e incluyente, que se articula en torno a una demanda que pone en el centro las necesidades y derechos de amplias mayorías de la población; y quienes ven en él una oportunidad más de negocio para el lucro privado.
Crédito Fotografía: Archivo del Sesc Bertioga.
En diciembre pasado se celebró el seminario virtual Retos y desafíos del turismo social ante un mundo incierto, organizado por Alba Sud, en colaboración con ISTO Américas, Sesc São Paulo (Brasil) y el Departamento de Geografía de la Universidad Nacional del Sur (Argentina). El alcance que tuvo la actividad, con una elevada participación, refleja el interés que despierta esta temática, particularmente en una región como la latinoamericana, donde su desarrollo es asociado al impulso de iniciativas y prácticas capaces de generar un turismo más solidario e inclusivo, en defensa e interés de las amplias mayorías. Desde el análisis y la reflexión colectiva de ponentes y participantes, las sesiones se concentraron en los principales debates que se entrecruzan en la comprensión de turismo social en estos tiempos, cuando la crisis causada por la COVID-19 le ha vuelto a otorgar un lugar central en las discusiones de políticas públicas.
Recuperamos y hacemos explícitos algunos de los debates que se plantearon en el seminario y que atraviesan el futuro del turismo social en el contexto actual, así como sus principales retos y desafíos. A nuestro modo de ver, uno de los grandes focos de atención es la disputa entre distintos modelos de concebir el turismo social: entre quienes reivindican una visión equitativa e incluyente, que se articula en torno a una demanda que pone en el centro las necesidades y derechos de amplias mayorías de la población; y quienes ven en el turismo social una oportunidad más de negocio para el lucro privado.
Orígenes contradictorios
El origen del turismo social es complejo y contradictorio, y desde un principio se desplegó de un modo plural que ayuda a entender cómo la controversia por sus objetivos, políticas e instrumentos, que identificamos en la actualidad, no es en realidad algo extraño. A lo largo de su historia se han producido distintos momentos de debate y de contracción, con lo cual no nos debería asustar abordar las tensiones que en la actualidad empiezan a visualizarse.
En las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX hubo una creciente atención sobre el tiempo de ocio y recreación de las clases trabajadoras. Las luchas obreras por la reducción de la jornada laboral a 8 horas primero, y por el descanso en los fines de semana después, dieron paso a la reivindicación de las vacaciones pagadas. Fueron reconocidas por primera vez en Francia en 1936, cuando el gobierno del Frente Popular de Léon Blum aprobó su obligatoriedad durante dos semanas al año. Esto se produjo después de intensas huelgas en todo el país, que terminaron con la firma de los Acuerdos de Matignon del 7 y 8 de junio de 1936 entre el gobierno, la patronal y los sindicatos, y en los que se incluyó esta demanda obrera (Cross, 1989). Poco después, el 24 de junio de ese mismo año, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aprobó su Convención sobre las vacaciones pagadas, que contó entre los primeros países que la ratificaron a México (09/03/1938), Brasil (22/09/1938), Dinamarca (22/06/1939) y Francia (23/08/1939). Progresivamente empezaron a ser reconocidas en distintos países, tanto en Europa como en América Latina.
De forma paralela, se produjo una fuerte discusión sobre cómo organizar ese tiempo de vacaciones, con qué infraestructuras, a través de qué instituciones y con qué contenidos. Una de las formas de organizar ese tiempo de ocio era el consumo pasivo a través del mercado, pero también se formularon diversas propuestas políticas de signo contrario que pretendían encauzarlo en formas distintas. Instituciones religiosas, organizaciones sindicales y asociaciones obreras, partidos socialistas y comunistas, y también otros de carácter fascista, propusieron múltiples iniciativas con las que organizar ese ocio obrero que ganaba relevancia con el reconocimiento de las vacaciones pagadas. Esta diversidad de planteamientos y objetivos estará presente también en la forma en la que cristalizará el turismo social. En unos lugares se expresó como una suerte de reformismo social preventivo en búsqueda de paz social, que supuso un intento de control e integración de las clases trabajadoras ante la amenaza de su creciente organización en sindicatos de clase y del interés por encauzar el ocio obrero dentro de un determinado orden aceptable para los intereses de la burguesía (Cheibub, 2014; Martoni, 2019). En otros casos puede interpretarse como la voluntad de institucionalizar demandas sociales en la búsqueda de una mayor equidad y bienestar de las masas trabajadoras, y cabe entenderse como el resultado de las conquistas obreras (Falcão, 2009; Schenkel, 2017, 2019), con experiencias destacadas como las políticas públicas impulsadas por el gobierno del Frente Popular en Francia (Cross, 1989) o las orientaciones para la democratización del acceso al turismo que se llevaron a cabo en los años cuarenta en Argentina (Schenkel, 2017; Torre y Pastoriza, 2002). En la Unión Soviética de los años veinte y treinta, la primera experiencia de gobierno socialista impulsó un novedoso programa de vacaciones orientado a sus trabajadores (Koenker, 2013). E incluso hubo lugares donde se estableció como forma de encuadrar a las clases trabajadoras y adoctrinarlas bajo principios de los fascismos de los años treinta (Baranowsky, 2004; Spode, 2004). La promoción de actividades deportivas con las que exaltar determinados sentimientos nacionales fue una de las actividades de ocio privilegiadas por este tipo de regímenes de carácter fascista (Broder, 2019).
Fuente: Archivo Sesc Bertioga.
Durante años las prácticas del turismo social han sido plurales en función de las orientaciones políticas de sus Estados, entre aquellos que prácticamente no dispusieron de programas públicos de turismo social y aquellos que lo reconocieron como parte de sus políticas sociales e impulsaron iniciativas gubernamentales (Minnaert et al., 2009). Desde la Carta de Viena de 1972 del International Bureau of Social Tourism (BITS), que desde 2010 se denomina International Social Tourism Organisation (ISTO), constituido en Bélgica en 1963, el turismo social fue conceptualizado a partir de la preocupación por cómo contribuir a una mayor equidad social en el acceso y disfrute del tiempo libre en base a los obstáculos que sufrían ciertos colectivos.
Progresivamente la visión del turismo social se volvió más compleja, sancionada institucionalmente en 1996 en la Declaración de Montreal por una Visión Humanista y Social del Turismo del BITS, en la medida que amplió su visión hasta incluir también el bienestar de los trabajadores del turismo, así como a las comunidades locales donde éste se inserta y su medio ambiente (Schenkel, 2017). A su vez, se multiplicaron las causas que dificultaban el acceso de ciertos colectivos al turismo. De los obstáculos económicos iniciales como criterio básico de inclusión en iniciativas de turismo social se pasó al desarrollo de programas pensados para la tercera edad, jóvenes, personas con discapacidad, con enfermedades graves, en situación de marginación, entre otros (Minnaert et al., 2013). Este proceso de segmentación ha ido paralelo a las posibilidades de ampliación de negocio en torno a la oferta de turismo social (Schenkel, 2020) y, en cierta medida, ha ido a remolque del desarrollo del mismo turismo, con la progresiva consolidación de “turismos de nicho” (Novelli, 2005), con mercados segmentados, orientados por intereses y necesidades especiales, en base a los cambios en las formas de producción y consumo del capitalismo posfordista (Ioannides y Debbage, 1997).
Modelos de intervención y enfoques analíticos
Dentro de esta estrategia de segmentación, el propio turismo social, que había sido sistemáticamente despreciado en un comienzo, se ha convertido en el nicho estrella de una parte del empresariado, que descubre en esta modalidad turística dos ventajas para el sostenimiento de sus economías. Más allá de la mejora en la imagen empresarial que obtiene por integrarse a este tipo de prácticas, el turismo social le permite llegar a un nuevo segmento de clientes que, a causa de su presupuesto medio y bajo, no suele acceder a la oferta comercial, por lo que su incorporación genera un aumento en la demanda, y así un incremento de sus ventas; y, a su vez, ocupar plazas ociosas en periodos de temporada baja, que reduce costos fijos y, por tanto, incrementa sus ganancias. Tales ventajas explican que el capital se haya convertido en muchos casos en el principal defensor del turismo social; incluso en los ámbitos gubernamentales, en los cuales suele disputar la asignación de partidas públicas para financiar estos programas. La defensa sectorial esgrime las externalidades económicas que se asocian al impulso de la actividad, como generador de ingresos y empleo, a la par de actuar como un instrumento desestacionalizador, que contribuye al sostenimiento de las economías nacionales con su “derrama” económica.
Este discurso del turismo social valorado en términos de rentabilidad que configuró el empresariado (en base a los intereses y problemáticas de la oferta) ha calado fondo en parte del ámbito institucional, que pasa a considerarlo una actividad económica más y relega sus motivaciones sociales. La Comisión Europea (2006: 4) llega a definirlo como una “actividad económica”, y solo en segundo orden hacer referencia a su “rentabilidad social” e indicar los beneficios que obtiene por medio de estas prestaciones el “usuario”, los trabajadores del sector y la sociedad en su conjunto. En este sentido, afirma que el turismo social “debe regirse por los principios básicos de rentabilidad de las inversiones” si desea contribuir a objetivos centrales, como el mantenimiento de las fuentes de empleo en temporada baja.
Consecuencia de esta reformulación del turismo social, se ha producido una diversificación de los enfoques que centralizan los estudios específicos, en torno a dos ejes analíticos: la perspectiva centrada en la persona, que pone en primer plano los beneficios que implica el disfrute del tiempo libre en términos sociales, y la perspectiva de la oferta turística, de creciente protagonismo en los últimos tiempos, que aborda sus impactos económicos.
En torno a la primera corriente se han desarrollado diferentes estudios específicos que señalan a esta modalidad turística como una medida estratégica, especialmente efectiva en términos de costo-beneficio, para contener ciertos aspectos de las dinámicas de exclusión social (Gilbert y Abdalah, 2004; McCabe, 2009; Dolnicar et al., 2009). Centran la atención en los beneficios sociales que implica el desarrollo de estas iniciativas, de carácter individual, al promover el equilibrio físico y psíquico de las personas, la calidad de vida, el desarrollo de la cultura y de los vínculos sociales; y de carácter colectivo, al contribuir a una salud pública mejorada, a la integración social y a una sociedad más igualitaria. En este marco, destacan el riesgo de la no participación turística y la necesidad de incluir al turismo social en la agenda pública, como un turismo para la inclusión social (Haulot, 1991; Muñiz, 2001; OITS, 2011).
Fuente: Archivo Sesc Bertioga.
Dichos estudios se han orientado al análisis de la contribución del disfrute del turismo y la recreación en el bienestar de las personas, al ofrecer un descanso en la cotidianidad y aliviar situaciones estresantes o rutinarias; en la salud, al reducir el estrés y favorecer el equilibrio emocional; en la interacción social, al brindar oportunidades para sociabilizar, salir del aislamiento y generar habilidades; en el desarrollo personal, al promover nuevas actividades y fortalecer la independencia y la autoestima; y en las relaciones familiares y afectivas, al generar tiempo de calidad juntos (Hazel, 2005; Minnaret, 2007; Minnaert et al., 2009). También se ha destacado que estas virtudes individuales producen beneficios a la sociedad en su conjunto, al reducir los costos de la salud pública y provocar cambios en los comportamientos negativos que puedan resultar de situaciones de exclusión. Estos beneficios colectivos suelen ser utilizados para justificar las iniciativas de turismo social en países de tendencia liberal, como el Reino Unido, Estados Unidos y Japón, en los cuales se han presenta fuertes resistencias a su aplicación (Richards, 1998; Hazel, 2005).
Experiencias como las del Sesc São Paulo en Brasil, la Caja de Compensación Familiar de FENALCO en Antioquia, Colombia, los complejos de Embalse y Chapadmalal en Argentina o el Sistema de Turismo Social en Uruguay, descritas en detalle en un informe de Érica Schenkel en Alba Sud, evidencian que es posible revindicar los principios del turismo social en la gestión cotidiana y desarrollar un turismo más inclusivo, solidario y sostenible, tanto en términos de producción como de consumo. Cada una de ellas refleja, desde sus propias peculiaridades y desafíos, cómo el turismo social puede convertirse tanto en un instrumento democratizador del acceso, como en una genuina alternativa para diversificar las economías locales, sin renunciar a las banderas de la sustentabilidad, el trabajo digno, la conciencia histórica y comunitaria y el interés de las grandes mayorías.
Incluso en propuestas que se han caracterizado por tener un enfoque eminentemente empresarial, como es el caso del Programa Para Mayores del IMSERSO en España, hay investigaciones como la de Sedgley, Haven-Tang y Espeso-Molinero (2018) que, desde la perspectiva asociada al bienestar de las personas, evidencian que este tipo de iniciativas también pueden contribuir a la mejora de la calidad de vida, al reducir el aislamiento y estrés, propiciar la integración social y generar una motivación de vida en grupos de tercera edad. Este estudio, que fue presentado en el Seminario de Turismo Social por Pilar Espeso-Molinero, muestra que el debate no puedes plantearse entre posiciones “puras” y “pragmáticas”, como si fuera un problema de capacidad de ir más o menos lejos en el desarrollo de un programa o de criticar su mera concepción, y que más bien hay que prestar atención a su enorme complejidad.
Por su parte, el enfoque centrado en la oferta turística, ha alcanzado una notoria prevalencia en las últimas décadas, como consecuencia de la hegemonía neoliberal en las políticas públicas. Desde entonces, promover el turismo social desde la perspectiva de los derechos de las personas se ha vuelto una cuestión problemática, por lo que han pasado a priorizarse cuestiones de rentabilidad (Muñiz, 2001a, 2001b; Comisión Europea, 2006). Los Estados comienzan a adoptar enfoques menos intervencionistas en el área. Y así, la avanzada política centrada en la construcción de infraestructura propia, es desalentada, a favor de la incorporación de los hoteles privados.
El turismo social comienza a justificarse por el principio de subsidiariedad, que dispone una participación meramente secundaria del Estado en beneficio del empresariado, para apoyar el sostenimiento del sector en temporada baja y brindar mayor estabilidad en la generación de ingresos y de empleo. Esto explica, por ejemplo, que las vacaciones pasen a financiarse en aquellos períodos indicados por la industria como de baja demanda, en lugar de hacerlo en etapas de veraneo que cuentan con una intensa demanda comercial; y que su principal destinatario sea la tercera edad, que dispone de tiempo libre en periodos del año no vacacionales y de la renta necesaria para costear las prestaciones a los precios acordados.
Fuente: Archivo Sesc Bertioga.
A partir de estas nuevas funcionalidades, el turismo social parece convertirse tanto en un instrumento de reivindicación social como en una oportunidad económica para el empresariado, conciliando dos lógicas que parecieran entrar en conflicto: la lógica universalista, que aborda el turismo en el marco del bienestar de las personas; y la restrictiva, asociada a los proveedores del servicio, que, como todo agente económico, aspiran a maximizar sus ganancias.
En esta línea comienzan a desarrollarse diferentes análisis y estudios técnicos, académicos e institucionales, que destacan las externalidades económicas que se asocian al impulso del turismo social. Estas investigaciones suelen reclamar enfoques menos intervencionistas en el área, con el fin de facilitar una mayor participación del sector turístico, como turoperadores y hoteleros, que pasan a ser los principales prestadores del turismo social.
Entre este tipo de abordajes cobran relevancia los estudios del Programa Para Mayores del IMSERSO que impulsa el gobierno español desde hace más de tres décadas. Dichos análisis suelen destacar la recuperación de la inversión pública destinada, a través de mecanismos impositivos, como el IVA, IAE, beneficios de empresas y renta de personas físicas, los mayores ingresos por cotizaciones a la Seguridad Social y el ahorro en prestaciones de desempleo (Comisión Europea, 2005, 2006). También señalan su impacto en la desestacionalización de la demanda turística en las empresas hoteleras, que dependiendo de la Comunidad Autónoma contribuye a reducir la estacionalidad hasta en un 15 % (Muñiz, 2001b).
Más allá de la complejidad que exige el análisis, como lo evidencia el estudio de Sedgley, Haven-Tang y Espeso-Molinero (2018) sobre el IMSERSO, el problema de muchos de estos programas, es que una vez ejecutados reproducen los mismos efectos “antisociales” de otras formas de desarrollo turístico, como la precarización laboral, la elitización del consumo o el deterioro de ecosistemas, además de apropiarse de recursos públicos que debían ir dirigidos a la corrección de situaciones de inequidad. La evidencia empírica muestra que, cuando se canalizan los beneficios de estas iniciativas, así como las obligaciones contraídas, el poder de influencia de determinados actores termina primando sobre el interés colectivo, para reproducir privilegios e impactos socioambientales del turismo tradicional (Schenkel, 2018). La complementariedad que manifiestan desde un principio, entre las causas sociales y su potencialidad económica, suele diluirse a medida que avanza el proceso de la política y esta termina priorizando la estabilidad del sector turístico en detrimento de la función social y distributiva que debe atribuirse al turismo social.
Revalorización de los turismos de proximidad
El debate en torno a las prioridades que orientan las iniciativas de turismo social, y en particular, de las políticas públicas que las sostienen, se ha reproducido con mayor intensidad en la actual coyuntura provocada por la pandemia de la COVID-19. En la medida que el turismo internacional se ha visto paralizado a causa de las restricciones a la movilidad y a la interacción social, en la mayoría de países ha habido un intento de recuperación del turismo doméstico. Aunque también se ha visto afectado por los controles sanitarios, la actividad turística prácticamente se ha limitado a los mercados locales. En esta revalorización de los turismos de proximidad ha emergido como opción una nueva mirada hacia el turismo social.
Pero en la discusión sobre qué papel podría jugar en este contexto el turismo social, de nuevo han aparecido las tensiones entre las dos concepciones en las que éste ha ido dividiéndose. Por una parte, el sector empresarial acentúa su presión a las autoridades públicas para que sostengan económicamente sus necesidades. Una de las formas de hacerlo, no necesariamente la más demandada, sería la de incrementar los recursos destinados a programas de turismo social y ampliar la participación del sector privado. El principal objetivo tiene que ver con la salvaguarda del tejido empresarial en momentos de incertidumbre, y cuando mucho en el mantenimiento del empleo. Sin embargo, las necesidades sociales que estos programas deberían satisfacer quedan relegados en un segundo plano de la discusión.
Fuente: Archivo Sesc Bertioga.
Otra forma de abordar el debate, que se asocia con la visión del turismo social de la perspectiva centrada en la persona, es considerar la revalorización de los turismos de proximidad como una necesidad y una oportunidad para la transformación del turismo. La crisis sanitaria actual entronca con otras emergencias globales, de carácter climático, energético y de desigualdad. El turismo social desde esta perspectiva permite reducir los impactos climáticos y energéticos de la hipermovilidad global en la que se ha fundamentado el proceso de turistificación de las últimas décadas. A su vez, contribuye a resolver necesidades de amplias mayorías, y en particular de los sectores de menores ingresos, asociadas al bienestar, la recreación, la educación, el acceso a recursos naturales y culturales. Fortalecer con recursos públicos el turismo social también podría contribuir a mantener empleo en un sector que puede verse a corto y medio plazo muy afectado por la superposición de múltiples crisis. El proceso de transición socioecológica que se necesita con urgencia debe disponer también de mecanismos de adaptación y protección social, por lo que apostar por políticas públicas de turismo social podría ser una opción especialmente recomendable en términos de empleo.
En esta disputa por la forma en la que se organiza el turismo social frente a la salida de la crisis de la pandemia de la COVID-19, desde una perspectiva centrada en las necesidades y derechos de amplias mayorías apostamos por una política pública en turismo social que tenga como ejes de actuación:
a) la generación de oportunidades recreativas y turísticas acordes a las necesidades de los sectores populares, lo que exige aplicar un criterio redistributivo, de inclusión socioeconómica, que efectivamente llegue a quienes más lo necesiten y evite reproducir la inequidad del consumo comercial, que queda circunscripto a sectores de ingresos medios y altos;
b) la búsqueda de un ocio creativo que contribuya al desarrollo personal y de capacidades humanas, alejado del hedonismo mercantilizado del turismo convencional, apueste por la generación de un valor agregado no económico, que integre objetivos humanistas, pedagógicos, de desarrollo individual y colectivo, en ámbitos como el deporte, la cultura, el acceso a entornos naturales y la vida social;
c) la promoción de prácticas turísticas ambientalmente responsables, que desde la formación y sensibilización contribuyan a generar conciencia histórica, ecológica y comunitaria, para configurar nuevos modelos de comportamiento social, más respetuosos con las comunidades y su ambiente;
d) contribuir al desarrollo de las comunidades y sus territorios, que favorezca la generación de ingresos justos, trabajo digno e inversión social, que fortalezcan las capacidades de las poblaciones locales y atiendan sus necesidades;
e) apostar por la descentralización en favor de los territorios, tanto al momento de organizar el turismo social, para garantizar la participación local en los diferentes procesos de toma de decisiones, como en la distribución de los beneficios generados. En determinados contextos esto exige fortalecer la demanda en localidades del interior, más distantes en el territorio y con mayores barreras geográficas, sociales y económicas; y una oferta más diversificada, con destinos emergentes que, a pesar de disponer de un alto potencial para el turismo y de su deseo por promoverlo, quedan relegados de las propuestas de desarrollo.
Entendemos que garantizar estos cinco ejes en la gestión del turismo social puede contribuir de forma significativa a saldar la disputa en favor de las grandes mayorías. Esto supone diseñar una política turística capaz de operar cambios en nuestros territorios y generar un turismo más equitativo e inclusivo social, económica y ambientalmente. Y todo ello implica también asumir resistencias y conflictos. Pero ¿cuál es el sentido del turismo social si su gestión no conduce a una reducción de las situaciones de desigualdad y exclusión? ¿Qué utilidad tiene si no es capaz de mejorar la cotidianidad de quienes menos tienen? ¿De qué sirve apostar por su desarrollo si no logra disminuir las situaciones de privilegio?
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