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29-09-2022

Las pozas, espacios paradigmáticos para repensar los límites turísticos

Raül Valls | Alba Sud

El baño recreativo y las actividades de deportes de aventura en ríos y pozas nos muestran los límites de nuestra relación con la naturaleza. Tomar conciencia de los impactos y del deterioro causado nos ayuda a repensar un ocio turístico que no comprometa los valores ecológicos de unos espacios extraordinariamente frágiles.


Crédito Fotografía: Meandro en el rio Fluviá. Imagen de Raül Valls.

“En nuestra época obsesionada por la productividad, la libertad no es la capacidad de hacer más, sino el poder de limitar la persecución autodestructiva de más y más cosas”

Giorgio Kallis, Límites. Ecología y Libertad.

 

Las pozas se han convertido en un espacio paradigmático de la hiperfrecuentación turística de los espacios naturales. Son una verdadera “zona cero” que nos permiten explorar los límites de nuestro ocio y las relaciones con la naturaleza que nos rodea. Su transformación en una especie de “piscinas naturales” choca con el que sabemos: son espacios reducidos y muy ricos desde el punto de vista de la biodiversidad y, al mismo tiempo, extraordinariamente frágiles y vulnerables.

El uso de las pozas como lugares de baño no es nuevo, tradicionalmente eran utilizados como lugares para el ocio que la juventud de las poblaciones próximas frecuentaba ocasionalmente. Eso suponía que no había un uso ni sistemático ni masificado. Generalmente, eran poco conocidos, aparte de por los habitantes locales, normalmente estaban alejados de los cascos urbanos y eran poco accesibles, y no se pensaba en ellos como espacios recreativos.

Durante los años del gran crecimiento económico, entre 1945 y 1975, los ríos sufrieron un fuerte deterioro ecológico. En general, por la mala calidad del agua, muchos no eran considerados lugares adecuados para el baño e incluso se percibían como poco salubres. En los últimos años, y con la mejora del estado ecológico de muchos ríos y arroyos, se ha popularizado su uso recreativo, extendiéndose a un público más amplio, ya no solo local, y tomando una funcionalidad cada vez más equiparable al de una playa o al de una piscina pública.

Los últimos cinco años muchos ayuntamientos, desbordados por la cantidad de bañistas, se han visto obligados a regular el acceso. La preocupación no se ha centrado en el impacto ambiental sobre el espacio del rio, sino en los problemas derivados de la saturación, la seguridad y los atascos provocados por los centenares de coches que acceden a lugares que no están preparados para recibir esta avalancha motorizada. Los vehículos ocupan los arcenes de caminos, bloquean las entradas a campos o casas, generan molestias a la vecindad y sensación de caos.También ha preocupado todo aquello relacionado con el “civismo”, o su contrario, “el incivismo”, que ha motivado varias actuaciones, dado que los espacios quedan afectados por la gran cantidad de desechos que se acumulan y que hasta ahora no tenían servicio alguno para garantizar su recogida. La huella humana queda también reflejada con ruido, suciedad, grafitis en rocas y árboles, entre otros impactos peligrosos para la frágil biodiversidad de estos lugares.

Las aguas continentales, víctimas del desarrollo económico

La hiperfrecuentación turística no es ni mucho menos el primer ni más importante impacto que han sufrido los ecosistemas fluviales. La regulación hidráulica con la construcción de embalses ha perjudicado los cursos medios y bajos, en la medida que ha afectado los ritmos naturales de los ríos y frenado drásticamente la circulación de los sedimentos que, entre otras cosas, son el alimento fundamental para la fauna y flora que los habitan. Estos impactos negativos llegan hasta el mar, ya que los sedimentos mantienen las zonas deltaicas y alimentan a la fauna marina. Las actividades agrícolas e industriales intensivas, así como las aguas residuales de las poblaciones, han contaminado gravemente los rios convirtiéndolos, en muchos casos, en verdaderas cloacas a cielo abierto. La eutrofización, provocada por un exceso de materia orgánica a causa de los fertilizantes agrícolas y de las aguas residuales de uso doméstico, también ha supuesto una grave problemática ambiental, causando un crecimiento incontrolado de vegetación y la pérdida de oxígeno del agua y provocando fatales mortandades de peces.

La contaminación y la degradación que provoca, sobre todo en sus cursos medio y bajo, con efectos en la calidad y color del agua o en los olores, han sido durante mucho tiempo los motivos principales y más populares de alarma e indignación social. En España, durante los años 60 y 70, con el rápido desarrollo económico, la degradación de los rios fue el símbolo más inmediato y popular del deterioro ambiental, convertido en el reverso inesperado del consumismo que acompañó aquel enorme crecimiento económico. Otras afectaciones que han sufrido son la destrucción de la vegetación de ribera, o las “limpiezas” que arrasan materialmente los cauces de ríos y arroyos para, supuestamente, prevenir inundaciones, así como las recurrentes canalizaciones y artificializaciones de cauces y orillas. Todo ello ha alterado y destruido los regímenes naturales de muchos ríos, convertidos en canales de agua artificiales al servicio de usos diversos, pero generalmente negativos para la preservación de los valores naturales que les son propios.

El debate que se abrió alrededor de los movimientos de oposición al trasvase del Ebro a principios de este siglo popularizó y socializo todo un conocimiento científico alrededor de los ríos e impulsó lo que desde entonces se ha conocido como “nueva cultura del agua”: los ríos, como elementos vivos y necesarios para el funcionamiento del resto de ecosistemas naturales y la vida humana, y no como simples y artificiales canales de agua al servicio del crecimiento económico de la sociedad.

Riera y bosque en la Plana de'n Bas. Imagen de Raül Valls.

Paradójicamente, estar evalorización de los ríos y la sensibilidad ecológica que han animado su mejora y recuperación se han convertido en un reclamo para su uso recreativo, lo cual ha generado una renovada amenaza para la calidad de las aguas y para la biodiversidad de sus ecosistemas. La recuperación de los espacios fluviales, antes degradados y marginales, y rechazados por la población local como lugares sucios y poco saludables, se ha convertido en una objetivo prioritario de muchas políticas municipales de mejora de sus entornos naturales. Los ríos han pasado de ser utilizados como canalizaciones de agua funcionales para usos agrícolas e industriales y como lugares para el vertido de los residuos de las lógicas de producción-consumo de la sociedad, a convertirse en espacios recuperados donde la mejora de la conservación ecológica y paisajística se pone al servicio de nuestro goce recreativo. En este contexto es donde las pozas van a aparecer como el principal punto de tensión de este proceso de contradictoria recuperación ambiental y social de los ríos.

¿Los ríos como espacios para el ocio?

En este escenario hay que tener en cuenta los procesos de cambio socio-cultural que los últimos años han puesto en valor la relación entre los seres humanos y la naturaleza, convertido este contacto en sinónimo de salud física y bienestar mental. Al mismo tiempo, el goce lúdico y deportivo del medio natural se ha popularizado y se ha transformado en una auténtica moda muy lucrativa para la comercialización de toda una serie de productos y entretenimientos: senderismo, alpinismo, carreras de montaña, esquí, deportes de aventura y todo tipo de actividades al aire libre. Todas estas formas de ocio, impulsadas por potentes campañas de marketing de empresas de material deportivo, han provocado una verdadera avalancha de visitas en los espacios naturales y las zonas rurales.

Los ríos, ecológicamente recuperados, no han sido ajenos a esta tendencia en crecimiento que propone un ocio turístico saludable y vinculado a la naturaleza. Deportes como el barranquismo, el rafting o piragüismo, se han convertido en modalidades de ocio deportivo y de aventura organizados por negocios del llamado “turismo de naturaleza”. Los municipios y territorios de estos espacios naturales han visto esta tendencia turística como una oportunidad para el desarrollo económico y lo han promovido activamente. La moda de buscar experiencias únicas y con fuertes descargas de adrenalina ha impulsado un sector económico que se legitima socialmente como dinamizador de las comarcas rurales y de montaña al canalizar flujos de nuevos visitantes y promover la “desestacionalización” de un turismo tradicionalmente muy centrado exclusivamente en los deportes de invierno.

Al margen de este impulso del turismo de aventura, el baño recreativo en las pozas es una de estas actividades lúdicas que se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años. En este caso, de forma más espontánea y vinculada a las tradiciones populares y hábitos de recreación en el medio natural. Esta forma de uso recreativo se encuentra mucho más expuesta a una estigmatización social que desgraciadamente siempre ha acompañado al ocio popular. Fuera del circuito mercantil es percibida como un problema de orden público donde los términos empleados son “masificación”, “incivismo” o “invasión”.

A la difusión de todas estas actividades, tanto las empresariales como las que no lo son, han contribuido los medios de comunicación y el impacto multiplicador de las redes sociales provocando un auténtico “efecto llamada” y provocando una indeseada masificación.

Un deterioro ecológico que no podemos obviar

A pesar de que los estudios son recientes, hay datos científicos que señalan que los impactos, sobre los ríos, arroyos y pozas de las actividades de baño recreativo y deportes de aventura, no son nada despreciables. Hay investigaciones que ya apuntan al impacto negativo de los protectores solares y los repelentes de insectos, que se desprenden durante el baño, sobre la microfauna (pulgas de agua, por ejemplo) y como esto afecta a la cadena trófica del ecosistema al quedarse los peces sin su principal fuente de alimentación. Por otro lado, el baño puede transmitir enfermedades, inocuas para los humanos, pero que afectan de forma fatal a la fauna de los ríos y lagos. Los desechos que se acumulan en los alrededores también afectan a las aguas cuando se filtran en el río contaminantes peligrosos. El ruido, que lógicamente acompañan estas actividades de ocio, también es un factor negativo en estos espacios tan reducidos, que además se ven presionados por el impacto mecánico, directo y erosivo, provocado por el paso continuado de centenares de personas, siendo especialmente negativo para determinadas comunidades vegetales. El coche privado, que suele ser la manera más habitual de acceder a estos espacios naturales, genera impactos ambientales en forma de contaminación, ruido, erosión, etc.

Todo esto tiene consecuencias directas sobre la fauna y la vegetación y evidentemente estas afectaciones se transmiten río abajo e impactan mucho más allá de los propios lugares masificados. Según Xavier Béjar, naturalista y educador ambiental de Toscaen el Parque Natural de la Zona Volcánica de la Garrotxa, “hoy tenemos suficiente información científica para conocer los límites que hay que establecer en nuestra presencia en determinados espacios naturales”. Afirma que la sociedad y las administraciones tienen que ser conscientes que “son necesarias inversiones, para conocer y catalogar bien los valores naturales de estos espacios naturales, que hace falta planificación del territorio para establecer los límites en nuestra relación con estos valores, y también alternativas recreativas que respondan a nuestra necesidad de naturaleza sin comprometer los equilibrios de estos ecosistemas tan delicados”.

Los espacios naturales acuáticos: nuestros límites próximos

Para los movimientos sociales el agua es y será siempre “un bien común”. Pero hoy, cuando ya cotiza como un valor bursátil en Wall Street defenderlo es más necesario que nunca, pero desgraciadamente no es suficiente. De esto se derivan también grandes responsabilidades, límites que tenemos que asumir y que no podemos traspasar sin provocar consecuencias irreparables. Solemos especular sobre los “límites planetarios” y nos referimos al calentamiento global, al deshielo de los casquetes polares, a sequías en África y al retroceso de las barreras de coral oceánico. Estos procesos globales, que nos abruman y superan, los podemos comprender y denunciar, pero están más allá de nuestra capacidad de actuación cotidiana como individuos e instituciones locales o regionales. En cambio, sí tenemos y podemos ejercer “responsabilidades de proximidad”, con nuestros espacios cotidianos.

Los límites también son realidades cercanas: en las ciudades donde vivimos, en los campos de cultivo que nos alimentan, las montañas y bosques que divisamos al horizonte... También son los ríos, los arroyos, los estanques, los lagos alpinos y las pozas donde nos hemos bañado “desde siempre”. Por lo tanto, no tenemos que viajar al polo norte para encontrar límites que respetar y ecosistemas que proteger, pues los tenemos al lado de casa. Los problemas de hiperfrecuentación y el deterioro de estos espacios tan delicados como son las pozas y nuestros ríos nos interpelan. Ciertamente, hacen falta regulaciones de acceso y mucha educación ambiental, pero también habrá que asumir medidas más drásticas para evitar su progresiva y fatal degradación.

Meandro en el rio Fluviá. Imagen de Raül Valls.

Precisamos también de ciudades más amables y renaturalizadas que respondan a las necesidades de contacto con la naturaleza, sin que haya que recorrer grandes distancias para disfrutarla.Los parques y jardines, la agricultura urbana y una conexión más integrada entre las zonas rurales y las ciudades son fundamentales y estratégicas para evitar la hiperfrecuentación de estos espacios naturales más frágiles. Estos lugares son ahora víctimas de una “repentina pasión por la naturaleza” de la que formamos parte  y que necesitamos, pero que corremos el riesgo de deteriorar catastróficamente. Controlar accesos, ordenar y limitar el aparcamiento, formar e informar a los visitantes son buenas medidas  pero insuficientes. Son principalmente útiles para sortear las molestias a las poblaciones locales y resolver problemas inmediatos de los ayuntamientos afectados. Pero tenemos que asumir que a largo plazo no sirven para evitar la degradación de estos espacios tanto vulnerables.

Cómo nos propone Xavier Béjar, “hace falta que tengamos muy estudiados y catalogados los espacios fluviales, conocer sus valores y fragilidades y establecer los límites de sus usos recreativos”. Hay que plantearse, por lo tanto, la posibilidad de restricciones y de buscar alternativas de ocio y de turismo que complazcan nuestra necesidad de disfrutar del agua y la naturaleza, sin comprometer la continuidad vital de lugares que son fundamentales para garantizar el funcionamiento ecológico de los territorios donde vivimos. Necesitamos también una revisión profunda de los modelos de conservación de la naturaleza que hasta ahora han sido hegemónicos. Cómo proponen Bram Búscher y Robert Fletcher, desde su propuesta de una conservación “convivencial”, tenemos que reincorporar las áreas protegidas a sus entornos sociales, políticos y ecológicos, y lo que nos es más útil para el debate sobre los usos recreativos de los espacios acuáticos, tenemos que revisar a fondo las formas en que experimentemos la naturaleza, huyendo de su espectacularización mercantil y buscando formas más respetuosas, ligeras y próximas de relación con ella. Cómo insistía Xavier Béjar, “hemos de planificar nuestro ocio teniendo en cuenta las fragilidades de los espacios naturales y canalizar los flujos de visitantes de una manera que estos no queden fatalmente comprometidos”.

Del mismo modo, como apuntaba oportunamente Yayo Herrero en su reciente ensayo Los cinco elementos, “el choque entre los tiempos de los ciclos que sostienen la vida, como es el ciclo del agua, y los tiempos de la economía convencional –y añadiríamos de nuestras formas de goce aparentemente más inocuas– es lo que denominamos crisis ecológica”.

Los gobiernos y toda la sociedad tenemos ante nosotros una responsabilidad enorme. Hemos que conocer y respetar el agua y su ciclo, ser conscientes de las amenazas derivadas de nuestro modelo productivo y de nuestras formas de vivir, también cuando disfrutamos del tiempo libre. El agua dulce es un bien común y escaso y no una simple mercancía para especular. Por lo tanto, nuestros ríos y pozas tienen que ser tratados con un cuidado especial si no los queremos deteriorar catastróficamente. Como insiste oportunamente Yayo HerreroenLos cinco elementos:  “es un problema político, es un problema de escala, es un problema de límites. Es un problema de diálogo, de investigación de consensos, de pensar en las necesidades y de como satisfacerlas de la manera más justa”.

Esta “autolimitación”, que nos exigen los retos que tenemos en este Siglo de la Gran Prueba, de los que habla a menudo el filósofo Jorge Riechmann, aconseja liberar estos espacios de nuestra presencia y buscar el ocio y el deporte en lugares, quizás menos “salvajes y naturales”, pero donde los impactos ambientales no sean fatales para su (y nuestra) existencia futura.