25-08-2020
El turismo en la agenda pública latinoamericana: ¿cómo llegamos hasta aquí?
Érica Schenkel | Alba SudAnte el reclamo de una mayor presencia del Estado para impulsar políticas turísticas de asistencia, el articulo intenta identificar las causas que condujeron a esta profunda crisis sectorial para no repetir los mismos errores.
Crédito Fotografía: Ministerio de Turismo de Ecuador, bajo licencia creative commons.
Si algo ha hecho la expansión de la pandemia de la COVID-19 fue poner en evidencia la alta vulnerabilidad del modelo turístico al que ha conducido el diseño de nuestras políticas sectoriales desde hace décadas. Los flujos internacionales presentan una caída sin precedentes y no se avizora una reactivación a mediano plazo.
El sector atraviesa una de las mayores crisis de su historia. Diariamente asistimos al cierre temporal y definitivo de empresas turísticas; muchas Pymes y microPymes que no pudieron aguantar la continuidad de la pandemia y, más aún, adaptarse a la nueva normalidad, con exigentes protocolos sanitarios y un mercado con muchos menos consumidores. Esto implicó el cesanteo y despido de personal, que vuelve a ser la principal variable de ajuste, y la indefensión de muchas familias y trabajadores informales que dependían de la actividad, y quedan absolutamente desamparados. Los propios Estados muestran arcas fiscales y balanzas comerciales cada vez más comprometidas, sin el aporte que solía significar el turismo receptivo. Y esto tiene una especial incidencia en países como los latinoamericanos, comprometidos por el alto peso de su deuda externa y escasas alternativas de inserción en el comercio internacional.
Ante este panorama es fundamental construir colectivamente un análisis crítico que intente explicar: ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿A qué tipo de modelo de desarrollo apostaban nuestras políticas sectoriales? ¿Bajo qué propósitos? Estamos en un momento donde se exige el impulso de políticas turísticas capaces de frenar la crisis o, por lo menos, lo suficientemente eficaces como para contrarrestarla. En lo personal creo que, en primer lugar, es necesario darle respuesta a los interrogantes que aquí planteamos. Si no logramos identificar las causas del problema será muy difícil poder construir estrategias superadoras y, muchos más, no repetir los mismos errores. El artículo profundiza en el rol del Estado. Un actor que, después de décadas, vuelve a ser revalorizado en la discusión pública y, particularmente, turística, para alcanzar la ansiada reactivación económica. Ahora bien, ¿a qué turismo sostener? ¿Y a qué actores turísticos?
El turismo en la agenda de los gobiernos
La participación del Estado en el sector turístico, vinculada en sus inicios a la promoción de la clase trabajadora, el disfrute del tiempo libre y las vacaciones pagadas, ha presentado un cambio significativo en los últimos 30 años. Estas trasformaciones, relativamente recientes, no pueden subestimarse y mucho menos desconocerse. El pasaje del Estado de bienestar al neoliberal generó nuevas relaciones público-privadas que modificaron sustancialmente la concepción y gestión del turismo (Hall, 2010; Scott, 2011). Las políticas turísticas comienzan a fundamentarse centralmente como una alternativa de crecimiento económico e internacionalización, en el marco de una fuerte deslocalización de la oferta y financiarización del sector, que ya no tiene la limitante espacio-temporal. Los intereses estatales en el área dejaron de estar vinculados al bienestar individual y colectivo, la igualdad soberana, la calidad de vida, la salud, la educación de los viajeros, la protección del ambiente (Haulot, 1981, 1991); para priorizar cuestiones como la calidad, la competitividad, la participación privada, la eficiencia y la sostenibilidad de la actividad (Monfort, 2000; Fayos-Solá, 2004). El análisis “mercadotécnico” redujo los valiosos aportes culturales, sociales y ambientales del turismo al dominio económico y de los negocios (Higgins-Desbiolles, 2006).
Esta mutación que asume el turismo como asunto público quedó de manifiesto en los diferentes objetos de participación estatal que destacó la OMT a lo largo de su historia. En sus inicios, el organismo posicionaba al Estado como actor clave en la gestión turística, para garantizar el derecho al ocio y a las vacaciones pagadas, preparar a los ciudadanos para el turismo, asegurar el desarrollo económico y sociocultural y proteger y salvaguardar el medio ambiente (OMT,1983); para posteriormente señalar que se debe limitar a intervenir sólo cuando existan fallas de marcado, estructuras imperfectamente competitivas, existencia de bienes públicos o externalidades (OMT, 1998, 2001). Sostiene que el gran reto de la política turística actual es “compatibilizar el principio de libertad de mercado y de empresa con la preservación de las ventajas estructurales que aseguren la continuidad de la actividad en unas condiciones adecuadas” (2001:166). Es decir, instituye un nuevo abordaje del turismo como política pública, esencialmente económico, que limita la intervención estatal sólo en aquellos casos que lo requiera la competitividad del sector.
En este nuevo liberalismo, la centralización estatal se diluye a favor de una mayor participación de las asociaciones profesionales, redes y relaciones de colaboración entre los actores involucrados. Las organizaciones turísticas nacionales y regionales reducen sus funciones de desarrollo y planificación a favor de la comercialización y promoción. El nuevo papel del Estado genera una contradicción política. En palabras de Hall (2010:10): “Por un lado se demanda menos interferencia del gobierno en el mercado y el permiso para que las industrias desarrollen y operen sin subsidios gubernamentales o de asistencia, mientras que, por otro lado, los grupos industriales de interés aún buscan tener la política del gobierno desarrollada en su favor, incluyendo el mantenimiento de los fondos gubernamentales para la promoción y el desarrollo” [1].
El predominio de la promoción internacional pre-pandemia
La expansión de la COVID-19 ha puesto en evidencia la vulnerabilidad del modelo turístico que viene conduciendo el desarrollo de nuestras políticas sectoriales desde hace largo tiempo. Un modelo surgido con la normalización de una serie de axiomas que posicionaron al turismo como motor de desarrollo, principalmente en los países periféricos (Naciones Unidas, 1963), para manifestar, desde entonces, una continua expansión y diversificación, convirtiéndose en uno de los sectores socio-económicos de mayor envergadura. Este crecimiento turístico global ha ocasionado un evidente interés de los gobiernos, en sus diferentes niveles administrativos, que comienzan a invertir en el fortalecimiento de los arribos tanto o más de como venían haciendo en las dimensiones físicas del destino.
En estos países, el turismo receptivo se presenta como una oportunidad para atraer divisas en moneda extranjera, generar ingresos y empleo y, así, poder equilibrar balanzas de pagos deficitarias, superar situaciones de crisis y estancamiento o impulsar desarrollos regionales y locales (Scott, 2011). Más aún, en aquellos países denominados en vías de desarrollo, como los latinoamericanos, en muchos casos necesitados de insertarse en la economía global casi exclusivamente a partir de su oferta turística, debido a las escasas posibilidades que ofrecen sus estructuras económicas (Echeverri, Estay-Niculcar y Rosker, 2012).
En este marco, los Estados apuestan a las políticas de promoción turística en el exterior para poder captar un mercado global y altamente competitivo. Estas estrategias asumen un claro protagonismo en la agenda sectorial para pasar a centralizar la mayoría del presupuesto en turismo (Mecon, 2020; Camara, 2020). Si bien se suele reglamentar un financiamiento mixto, que reconoce la importancia que trae aparejada la promoción tanto para el gobierno como para el propio sector, en la práctica los aportes privados, como la autogeneración de recursos, terminan siendo mínimos o, incluso, inexistentes (Capellà, 2010).
FIT América Latina, Buenos Aires. Imagen de Jorge Gobbi, bajo licencia creative commons.
La ejecución de estas políticas suele involucrar la creación de Organismos Nacionales de Promoción (ONP) como espacios de acuerdo público-privados, que formalizan la participación de inversores, profesionales ycámaras ligadas al sector, en muchos casos incluyendo a los principales actores transnacionales de la comercialización turística (Enríquez et al., 2012). Esto otorga al empresariado una importante gravitación en la estrategia de mercadeo proyectada, que no sólo determina qué lugares y atributos se activarán como atractivos turísticos, sino que condiciona también las modalidades a implementar y sus formas de acceso.
Dichos organismos, como es el casos del INPROTUR en Argentina, el EMBRATUR en Brasil, el CPTM en México o Turespaña en España, si bien surgen como simples entes “técnicos”, suelen convertirse en verdaderos “organismos de gestión de destinos”, y reunir competencias tradicionalmente asociadas a la propia administración, como el análisis y el estudio del sector, la planificación y la creación de nuevos productos y la dinamización de la oferta (González e Izard, 2010). Esta centralización de facultades, sumada a la preponderancia en la asignación de recursos, y otras particularidades que surgen por no estar enrolados bajo las leyes de la administración pública, amerita en muchos casos situaciones de competencia con el propio organismo político del cual dependen, comúnmente un Ministerio o Secretaría de Estado.
A partir de este andamiaje organizacional los Estados despliegan costosísimas estrategias promocionales destinadas a captar el interés de los principales agentes de la industria turística. Articulan acciones diversas, como jornadas de formación sobre determinados productos turísticos, la difusión de publicaciones, la financiación de mega eventos de resonancia internacional, press trips para las revistas especializadas, workshops y fam tours para los grandes comercializadores y la asistencia a las principales ferias internacionales. Estas últimas suelen incluir un gran despliegue: parten de un stand de promoción, con la proyección de audiovisuales acerca de la oferta tematizada, para involucrar la presencia de diversos expositores, la presentación de shows musicales, la degustación de platos típicos e, incluso, la asistencia de algún personaje de relevancia en los ámbitos de la cultura, la ciencia o el deporte. Suelen involucrar un centenar de participantes, representantes de entidades privadas, asociaciones y federaciones, operadores turísticos, compañías aéreas, líneas de cruceros, hoteles; y delegaciones provinciales y municipales, asociaciones y representantes de los principales destinos integrados en las estrategias comunicacionales.
Resultados obtenidos: entre expectativas y realidades
Estas políticas turísticas, en su anclaje a nivel local, aparecen como la “esperanza de los territorios” (De Myttenaere y Rozo, 2010), capaces de generar el desarrollo de las comunidades, contribuir al crecimiento y diversificación de sus economías, revalorizar sus identidades y el patrimonio local. Un optimismo que suele acompañar el inicio de la actividad en cualquier destino, pero que no aborda con la misma especificidad las dificultades que pueden surgir en la concreción de estos beneficios, o sus eventuales impactos negativos en cuestiones sociales y medioambientales, como la sobreexplotación de recursos, la transformación de ecosistemas y la contaminación (Blázquez y Cañada, 2011), e incluso económicas, en torno a cuestiones de gasto público, efectos de desplazamiento sobre otros sectores, fuga de divisas y tipo de empleo generado (Dwyer 1993; Hernández, 2004; Shi, 2012).
Cuando se avanza en el análisis de estas políticas para identificar su impacto real en el territorio surgen múltiples interrogantes. Más allá de las distinciones con los que la industria de viajes suele premiarlas, con el reconocimiento al mejor stand o a la performance desplegada en las ferias turísticas, al primer destino u organismo de promoción o un ascenso en el prestigioso Ranking Marca País de Future Brad [2], los resultados obtenidos terminan siendo bastante cuestionados (Dwyer, 1993; Shi, 2012). Incluso aquellos vinculados a su principal objetivo, aquel que había justificado su incorporación en la agenda pública: el ansiado fortalecimiento del turismo receptivo.
La evidencia contrastada refleja en muchos casos que, a pesar del significativo presupuesto afectado, el centenar de acciones desplegadas y los beneficios privados señalados por los representantes de los ONP, como la “generación de contactos”, “nuevas oportunidades de negocio”, “mayor conocimiento”, “vínculos de comercialización”, “transferencia” y “posicionamiento en el mercado”; los arribos se presentan prácticamente inalterables, ante la prevalencia de factores estructurales como el tipo de cambio multilateral, la conectividad internacional o la aparición de eventos externos de alto impacto (Schenkel, 2020), como hoy evidencia la pandemia de la COVID-19.
ITB, Berlín. Imagen de Crosseye Marketing, bajo licencia creative commons.
Si algo ha hecho la pandemia fue poner de manifiesto la fragilidad de este modelo de turistificación global. La crisis sanitaria no solo desnudó la altísima dependencia externa y vulnerabilidad que el mismo genera en nuestras sociedades, también dio tiempo para reflexionar acerca de sus implicancias en cuestiones como la degradación y contaminación ambiental, la desposesión y desalojo de las poblaciones, la explotación y precariedad laboral; en el último tiempo agravadas por un acelerado proceso financierización del sector, que concentra la mayoría de las ganancias en los países centrales y derrama las externalidades en la periferia (Cañada y Murray, 2019).
Por una necesaria localización de las políticas turísticas
Hasta que no logre implementarse una vacuna o un tratamiento efectivo, y estos alcancen una distribución amplia territorial y socialmente, el turismo internacional, el gran centralizador de las políticas sectoriales, no podrá seguir desarrollándose por un tiempo o por lo menos no al volumen que lo venía haciendo. La propia OMT avizora una recuperación de los flujos pre-pandemia recién para el año 2023.
El sector turístico se verá obligado a adaptarse a este nuevo escenario si desea subsistir. Y el propio Estado, deberá ajustar sus prioridades. De acuerdo a lo que reflejan aquellos países que comenzaron con las aperturas, la “nueva normalidad” en turismo parece priorizar viajes a destinos próximos, que garanticen condicionas sanitarias similares, y de baja saturación social, para respetar un cierto distanciamiento.
Este marco debe convertirse en una oportunidad para impulsar políticas pensadas a partir de la figura del propio residente; quien debe priorizarse como visitante, trabajador o empresario del sector y, sobre todo, habitante de esa porción del espacio. Para apoyar el desarrollo de muchas comunidades emprendedoras que, teniendo un alto potencial e interés de desarrollar la actividad turística, venían siendo marginadas de las políticas de desarrollo. Para potenciar los turismos de proximidad, dentro del propio territorio, contribuyendo con nuestras prácticas a la economía del lugar que habitamos. Para sensibilizar hacia consumos turísticos ambientalmente más responsables y comprometidos con los pobladores locales, sus costumbres y tradiciones. Para fortalecer el ocio popular como un espacio de descanso, diversión, desarrollo personal y colectivo. En definitiva, para incluir y equiparar en defensa e interés de las grandes mayorías.
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