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Artículo de Opinión | Trabajo decente

26-09-2013

A propósito de "Chavs", de Owen Jones

Raül Valls | Alba Sud

La demonización de la clase obrera, analizada para el caso inglés en el libro publicado por Capitán Swing, es el correlato final de una ofensiva que impulsó el neoliberalismo durante los años 80. ¿Cómo fue posible esa derrota? ¿Qué explica la vulnerabilidad de las clases trabajadoras? ¿Qué ha significado?

En 1984 fui el primero de mi familia en acceder a la Universidad. Para mi padre, trabajador del Mercat del Peix de Barcelona, este hecho que puede parecer hoy cotidiano tenía un valor incalculable, que iba más allá de una meta personal y familiar. Tenía también algo de lo que podríamos llamar "orgullo de clase". Que el hijo de un trabajador, sindicalista y simpatizante del PSUC, entrara en ese magno recinto representaba un triunfo de unos sectores sociales tradicionalmente apartados del conocimiento y de sus instituciones más representativas. Esta victoria todavía se ensanchaba más cuando el hijo del dueño de su empresa, y enemigo de clase declarado, ni siquiera era capaz de aprobar la teórica para conseguir el carnet de conducir. Todo ello, para él, era la demostración fehaciente de que el proceso iniciado con el Manifiesto Comunista, que continuaba después con la Revolución de Octubre y la victoria sobre el fascismo en 1945 no tenía freno. Cada vez que un país se pasaba al bando del socialismo o de los países no alineados (Vietnam en 1975, Nicaragua en 1979, etc.) sentía como si aquella lógica implacable de la fuerza histórica condujera a la victoria definitiva del socialismo en todo el planeta. Para mi padre, aquel acceso al “templo del conocimiento" y los satélites soviéticos dando vueltas alrededor del espacio formaban parte, cada uno a su manera, del mismo proceso triunfal de la clase obrera. Para él y para muchos otros trabajadores, este sentido de la historia, a pesar de que las cosas no fueran exactamente como pensaban, les daba la fuerza para continuar luchando y combatiendo el fascismo local, el que tenían que soportar día a día.

Fue ese orgullo, esa dignidad y sentido de superioridad moral de una clase social que se creía destinada a gobernar el mundo y a instaurar la amabilidad y la igualdad universales lo que fue destruido durante los años 80. Todo ello había sido urdido desde principios de los 70. Los "Chicago Boys" de Milton Friedmann, los experimentos neoliberales en el Chile de Pinochet (1973) y finalmente la llegada al poder de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979) y Ronald Reagan en los EEUU (1980) abrían otro proceso, inesperado para aquellos que creían, ingenuamente, en la inevitable victoria del socialismo. La década que habíamos terminado con el entusiasmo del triunfo de la Revolución Sandinista daba pie a otra que finalizaría con la caída del muro de Berlín en 1989 y la derrota del llamado "Bloque Socialista", totalmente desmenuzado en menos de dos años. La derrota de los mineros británicos en la huelga de 1984-85 fue un triste presagio del descalabro que se nos venía encima.

Owen Jones, en su lúcido libro, Chavs. La demonización de la clase obrera (publicado en castellano por la editorial Capitán Swing en 2012), nos sitúa, como bien dice en la lamentable herencia de esta derrota histórica del movimiento obrero. "Todos somos clase media" proclamaba satisfecho el laborista Tony Blair, enterrando décadas de tradición socialista y de identidad trabajadora. Los obreros ya no son ahora la heroica clase liberadora de toda la Humanidad, sino que han degenerado según el discurso dominante en una subclase marginal y dependiente. A la derrota de sus organizaciones, la destrucción de los puestos de trabajo que les conferían dignidad y valor social, ha seguido la burla constante y las campañas calumniadores. El estereotipo del chav (choni, caní, garrulo, en nuestra tierra) se convierte en el espantajo contra el que dispara una clase acomodada enriquecida y segura de su victoria final. La culpabilización personal es la última frontera. Unas campañas diseñadas por los think tanks neoliberales y bien dirigidas por la prensa burguesa han convertido al individuo en el única responsable de su destino. Poco importa que las industrias y las minas hayan sido destruidas y no se hayan creado nuevas alternativas productivas, poco importa que la educación y la salud hayan sido privatizadas, poco importa que las organizaciones de la clase obrera hayan sido barridas del panorama social y las comunidades obreras puestas bajo los pies de los caballos del paro, la marginación y la droga. Para los ganadores de la guerra de clases y los pensadores neoliberales no existe una sociedad que provoca problemas y margina a la gente, sino individuos que se los buscan o que no los saben resolver. Así, los medios dan sistemáticamente con ejemplos de picaresca que hacen aparecer como parásitos a los habitantes de barrios populares enteros y que justifican de este modo los recortes en materia social.

Todo esto no es más que la lamentable historia de una terrible venganza. El miedo a perder sus privilegios y poder hizo a la clase dominante ceder ante un movimiento obrero reforzado tras la derrota del fascismo. Como muy bien nos explica Ken Loach en The spirit of ‘45, si el esfuerzo y el sacrificio colectivo durante los años de la guerra sirvieron para alcanzar la victoria sobre la barbarie, ¿por qué no debían permitir también construir una paz más justa e igualitaria para aquellos que volvían de la guerra? Las nacionalizaciones y políticas sociales, como la emblemática construcción de las viviendas protegidas, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial crearon las bases de la llamada "sociedad del bienestar". La mortalidad infantil, las casas insalubres, la falta de derechos laborales, el paro sin protección, cedieron el paso a unas condiciones de vida que ninguna generación trabajadora había conocido hasta ese momento. La clase obrera había ganado una importante batalla ideológica y la burguesía se retiró herida, pero no derrotada, como se pudo comprobar años después. Y en la revancha se impuso la disolución de las ideas y valores que habían motivado la hegemonía momentánea de la clase trabajadora. El concepto de clase debía ser superado y desaparecer del imaginario popular. En una especie de consenso global (donde torys y neolaboristas coincidían) se proclamó la entronización de una supuesta "clase media" rodeada por abajo por una subclase parásita y degenerada y por arriba por una capa híperprivilegiada, pero cada vez más ociosa y menos influyente. Owen Jones desmonta uno a uno esos "mantras" neoliberales y nos propone la necesidad una nueva política de clase que ayude a la gente trabajadora a recuperar la iniciativa en la sociedad.

Más allá nos queda la pregunta del porqué de esa vulnerabilidad. Es evidente que las conquistas y concesiones sociales no habían puesto en cuestión la estructura básica de la propiedad. El poder dentro de las empresas continuaba en manos de los propietarios, y por tanto el control continuaba siendo ejercido por la misma clase social.

Por otra parte el Estado del Bienestar se desarrolló paralelo a un crecimiento económico único en la historia de la humanidad y a un acceso extraordinario a un consumo nunca conocido. La constatación de haber alcanzado un nivel de vida que las generaciones precedentes ni tan solo habían soñado provocó una anestesia generalizada y un relajamiento político de consecuencias nefastas. Durante las décadas de bonanza los sindicatos y las organizaciones políticas representativas de la clase obrera se convencieron de que era posible un capitalismo con rostro humano y centraron la lucha exclusivamente en los aspectos económicos que les permitieran un mayor acceso al consumo y la defensa de las conquistas sociales logradas que garantizaban cierta seguridad, relegando los objetivos políticos del movimiento: la lucha por la superación de la sociedad de clases. Parecía cómo si montados sobre una energía abundante y barata, las clases sociales en conflicto se hermanan en la nueva religión del híperconsumismo. Nada fue tan corrosivo para la moral de la clase obrera que pensar que nadaba a favor de la corriente de un proceso mal entendido por un capitalismo momentáneamente apaciguado y que hoy nos muestra su auténtica fachada.