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Artículo de Opinión | Turismo Responsable | Islas Baleares

29-05-2013

Ibiza, neoliberalismo flower power

Joan Buades | Alba Sud

La isla, meca del turismo de fiesta, se ha transformado en una sociedad con graves carencias sociales y en la que calidad de vida se deteriora día a día. Un lugar donde a Margaret Thatcher le hubiera gustado retirarse. 


Crédito Fotografía: Fiesta en Ibiza. Fotografía de Roberto Castaño (bajo licencia Creative Commons).

Si la señora Thatcher resucitara, seguro que le gustaría retirarse en Ibiza. Pocos lugares hay en Europa donde sea tan visible el triunfo de su máxima preferida: "No existe eso que llaman sociedad, lo que hay son individuos y familias". Resulta fascinante mirar con estas gafas qué es la Ibiza de hoy.

Bajo bandera formal española, vista desde el día a día, la isla constituye un puerto franco regentado por una selecta oligarquía que junta poder histórico local y negocios internacionales. Últimamente, la fórmula tradicional de cemento con turismo masivo ha dejado paso a una imagen de paraíso de la fiesta al dictado de las discotecas y sus "industrias" auxiliares, como la de la música chill-out, la de la droga y la del sexo. Esto ha permitido renovar, con creces, los resultados de esta gallina de huevos de oro que es Ibiza desde que el Franquismo, en 1963, hace justo el medio siglo, la ofrendó al turismo de masas al abrir el aeropuerto al tráfico internacional.

A la señora Thatcher le haría especial ilusión comprobar que el Estado, este artefacto maligno que creció monstruosamente durante el siglo XX, en Ibiza mantiene una presencia testimonial. Tiene quizás la mitad de funcionarios que la media española, no se tienen noticias de que nunca haya habido ninguna interferencia de las Inspecciones de Hacienda ni de Trabajo en ninguna parte, a pesar de que la economía y la construcción ilegales no paran ni con la crisis. Tampoco provocan fastidio los juzgados ni la policía. No se ha detenido a ningún traficante de alto nivel a menos que estorbara a los competidores con conexiones locales. El Estado está, pero es pequeño y no molesta.

Emociona ver cómo ahorramos en educación y salud. Cuatro de cada 10 jóvenes no se sacan la ESO, muy pocos se gradúan en la universidad. Y si tienes que trasladarte a Palma con un familiar enfermo porque no te pueden atender aquí, justo te dan 10 € diarios. Gracias a ello, cada año el aeropuerto se hace más grande y tenemos las autopistas más costosas de España sin ninguna alternativa de transporte colectivo razonable. Todo esto funciona solo de junio a octubre, el resto del año salir de la isla es una odisea por falta de vuelos y barcos. Y presumimos de tener 900 coches por cada 1.000 habitantes, el doble que en Barcelona.

Aunque la isla parecería una selva multicultural de las que dan miedo a los hijos de Miss Thatcher, lo cierto es que todo el mundo asume su nicho ecológico. No encontraremos camareros moros pero sí paletas (muchos). Los británicos y los alemanes, y los españoles, por supuesto, pueden vivir tranquilos en su circuito sin tener tratos –excepto en la escuela–con la lengua indígena. Con la ventaja de que la población histórica es terca. Pasó tan de golpe de la agricultura a la avalancha turística y constructora que todavía hoy cuenta los años por "temporadas". Éstas, como las cosechas de antaño, pueden ser "buenas" o "malas". Casi como en la India del glorioso imperio victoriano.

Lo más fascinante, sin embargo, es cómo se gestionan las contradicciones comunitarias. No existiendo la política como espacio de mediación democrática, con un paisaje asociativo en estado vegetativo, sin una lengua de interlocución común que facilite el contacto entre las partes, casi todo el mundo parece haber aprendido que, al final, como marca la tradición, lo importante es tener contactos y pedir y deber favores. Naturalmente, los que manejan el espectáculo venden amnesia, aromas de privilegio o espacio para la fiesta permanente y ganan siempre, como la banca en todas partes. El resto, una creciente masa suburbana, consumista y aculturitzada, intenta flotar con un contrato en una megadiscoteca, haciendo de taxista, con licencia o no, para manadas de guiris nocturnos o cuidando piscinas y chalets de híperlujo dentro del decorado precioso –aún– del paisaje rural ibicenco.

La apoteosis la viviría, sin embargo, la gélida señora Thatcher, sin duda, en un ritual que está de moda en la isla de la fiesta: las Flower Power, organizadas desde las serviles instituciones insulares. En medio de un ruido ensordecedor, disfrutaría viendo cómo grandes y pequeños, autóctonos y turistas, comulgan en un revival neohippy con reclamo de liberación personal y colectivo que suele terminar en monumentales borracheras iniciáticas para los jóvenes. En Ibiza, no hay problemas sino "mala suerte". Nada que no pueda curar una flower power. Este es el rancho que hay. Por ello, si desea algo diferente, hay que arriesgar y apoyar el ARA Baleares. Es un antídoto contra la fábrica de coca-colos neoliberales que decía Mario Benedetti. Por muchos años. Y buenos, que añadimos en la isla.

 

Artículo publicado originalmente en catalán en Ara Balears el 29/05/2013. Traducción al castellano de Alba Sud.