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Artículo de Opinión | Trabajo decente

10-04-2013

Los salarios y la desvalorización del trabajo

Pavel Isa Contreras

Desde finales de los años 60, todos los modelos económicos que ha adoptado la República Dominicana, desdelas exportaciones de azúcar hasta el más reciente desarrollo turístico, se han cimentado en buena medida en mantener bajas las remuneraciones al trabajo.


Crédito Fotografía: Pavel Isa Contreras. Fotografía de Giorgio Trucchi (Alba Sud / Rel-UITA)

Uno de los derroteros más penosos por los que ha transitado la economía y la sociedad dominicanas en las últimas décadas ha sido el de la desvalorización del trabajo. En 2012 el poder de compra del salario mínimo (o salario mínimo real) para las empresas “grandes” equivalía al 74% del salario de 1968; el de las empresas “medianas” equivalía al 51%, el de las empresas “pequeñas” al 45%, y el de las zonas francas al 58%. La caída del salario mínimo real se dio esencialmente hasta mediados de los 80, y de allí en adelante lo que ha hecho es zigzaguear.


El salario mínimo legal no es lo que efectivamente las personas son pagadas, pero es buen indicador del movimiento de largo plazo de las remuneraciones al trabajo de la mayoría, incluyendo las de informales y cuentapropistas. 

La razón de este comportamiento es que en todos los modelos económicos que ha adoptado el país, la inversión y el crecimiento se han cimentado en buena medida en mantener bajas las remuneraciones al trabajo. En otras palabras, el crecimiento se ha basado y ha sido posible porque se les ha negado bienestar a las personas y una remuneración digna por su trabajo.

El modelo de industrialización que imperó desde finales de los sesenta hasta inicios de los ochenta se apoyó en mantener deprimidos los salarios con el objetivo de garantizar la rentabilidad de la naciente industria. Por muchos años, el salario mínimo fue de apenas 60 pesos mensuales y no fue hasta finales del régimen de Balaguer que subió a 90 pesos. La represión política y el control sobre los precios de los alimentos contribuyeron a contener las demandas sociales por salarios dignos en las zonas urbanas, al tiempo que se pagaban precios de miseria a los productores agropecuarios.

Los ochenta, que fue un período de transición entre el modelo industrializador apoyado en las exportaciones de azúcar, y el de zonas francas y turismo, fue uno de abatimiento brutal de los salarios. De hecho, fue el desplome de los salarios (y de la calidad de vida de la mayoría) durante la primera mitad de esa década lo que viabilizó el nuevo modelo, porque abarató de forma tal el trabajo que hizo rentables las nuevas actividades de exportación.

Por último, desde finales de los ochenta e inicios de los noventa, el modelo de turismo y de exportación de ropa desde las zonas francas se basó en mantener bajos los salarios. Aunque los salarios no bajaron como lo hicieron antes, el sector patronal logró con éxito contener los intentos de mejorarlos, reforzado por la idea de que la competitividad estaba en juego. Incluso, se creó un nuevo salario mínimo especial para las zonas francas, más bajo que el estipulado para empresas similares fuera de ellas. De esa manera, el funcionamiento de la economía cayó en una trampa en la que el éxito económico dependía del fracaso social.

En los últimos años, la historia de la lucha por salarios mínimos dignos ha sido lamentable porque se ha limitado a “caerle atrás” a la inflación, buscando sólo compensar el poder de compra perdido. Esta es una fórmula perfecta para prolongar el estado de miseria y de privaciones en que vive la gente común en el país, y no debe continuar.

Urge cambiar esa dinámica por una de aumentos graduales pero sostenidos del salario real. Esto implica que los aumentos del salario mínimo sean superiores a la inflación, para que incrementen la capacidad de compra de la población, y expandan los mercados de las empresas y sus ventas.

Sin embargo, un aumento sostenido de las remuneraciones reales no se decreta, sino que debe ser el resultado de políticas que le den sustento y que conduzcan a que los bajos salarios y la pobreza dejen de ser el fundamento de la competitividad, y den paso a las habilidades, la creatividad y la productividad de trabajadores y gerentes; significa hacer que el éxito de las empresas no se deba a que pagan poco, sino a que saben hacer mejor las cosas, y que por ello pueden pagar mejor.

La idea está clara, lo que falta es el compromiso y una ruta crítica para  lograrlo.

 

Publicado originalmente en El Caribe, 10/04/2012. Se edita en Alba Sud por acuerdo con el autor.