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Artículo de Opinión | Turismo Responsable | Costa Rica

27-11-2011

Las raíces populares del turismo rural comunitario

Allen Cordero | FLACSO

El investigador de FLACSO-Costa Rica y de la Universidad de Costa Rica (UCR), y colaborador de Alba Sud en el marco del libro Turismo placebo, pone en cuestión en este artículo de opinión algunas de las implicaciones de la profesionalización creciente del TRC.


Crédito Fotografía: Allen Cordero. Fotografía de Giorgio Trucchi / Alba Sud

Durante la última década hemos asistido a una suerte de lucha interna por la etiqueta del “turismo rural comunitario”, esto al menos en el contexto centroamericano. Es cierto que de la mano de la acentuada profesionalización del turismo y su especialización flexible (expresada en variedad de ofertas y servicios turísticos) ha emergido un nicho concentrado en el turismo rural y concretamente comunitario. Pero esto no debería llevar a perder de vista las raíces populares del turismo comunitario.

Pensar que el turismo rural comunitario es un producto nuevo, es realmente reduccionista, pues el turismo, vinculado a la experiencia del disfrute del tiempo libre tiene importantes raíces históricas en la vida social de los pueblos centroamericanos. Hasta los pueblos más explotados de nuestros países, por ejemplo, los obreros bananeros tuvieron y tienen sus sitios de esparcimiento.

En el trabajo Nuevos ejes de acumulación y naturaleza. El caso del turismo (CLACSO, Buenos Aires, Argentina, 2006) he ilustrado esta afirmación con el caso de los trabajadores bananeros costarricenses de la zona de Quepos, quienes tenían como lugar de descanso justamente lo que hoy es uno de los lugares más visitados por los turistas internacionales; el parque Nacional de Manuel Antonio. Fue la lucha social de estos trabajadores, en conjunto con otros sectores de la comunidad de Quepos, la que llevó a que el Estado le declarara formalmente como parque, porque de otro modo iba a ser presa de afanes privatizadores, muy de la mano, justamente con la expansión turística.

El  turismo original de las clases populares era principalmente de un día, o a lo sumo de dos.  Se desplazaba escasamente de los sitios de vivienda o de trabajo y privilegiaba el transporte colectivo de relativo bajo costo como el autobús o el tren. Algunas de estas riquísimas experiencias de ocio se desarrollaban, incluso a pocos kilómetros de distancia de los pueblos y como las vías de acceso eran escasas, se desarrollaron a pie o a caballo.

La mercantilización de los servicios una vez llegado al sitio del placer era escasa, por eso muchos de los turistas de antaño llevaban consigo la comida y la diversión; una bola, un neumático o el radio a transistores.

De manera que en aquellos lugares originales del placer turístico, sin dinero o poco dinero, la experiencia turística se desarrolló hasta cierto punto como un valor de uso, es decir un disfrute social no monetarizado, y quizás por ello, extremadamente auténtico.  El acceso a los placeres turísticos era relativamente democrático, aunque la profesionalización de los negocios muy escasa.

La profesionalización del turismo comunitario ha conllevado una contabilidad de costos, que ha implicado en no pocos casos la inaccesibilidad de los sectores populares que antes recibían.

Uno de los elementos positivos que conlleva el turismo rural de base comunitaria es que ayuda a que las comunidades locales no pierdan su territorio en manos de los grandes comercializadores del turismo (esto no es decir poco en el contexto de una economía de mercado), pero la profesionalización no debería conllevar la pérdida de una cierta “solidaridad de clase”, pues buena parte de lo que políticamente puedan logar las organizaciones adscritas en el turismo rural comunitario tiene que ver con la solidaridad que en la ciudad despierten sus demandas y reivindicaciones, que no son solo económicas sino político-sociales. 

 

Artículo publicado originalmente en La Jornada del Campo (núm. 50, noviembre de 2011).